En la novela 1984 de Orwell se trata de manipular la información con el objetivo de controlar a la sociedad. Para ello además se dispone de una vigilancia masiva y de unos instrumentos represivos que son tanto políticos como sociales.
Hace ya tiempo que vivimos en una sociedad orwelliana. Algunas, como la china, son un calco exacto de lo descrito en la novela de Orwell. Millones de cámaras vigilan a los ciudadanos del gigante asiático. Literalmente. El estado chino es capaz de seguir y registrar la vida de cualquier ciudadano por muy anónima que parezca. Disponen de versiones clonadas de las grandes redes sociales occidentales porque es peligroso que accedan a informaciones "no depuradas" y cuando se alza alguna voz disiente que denuncia, se la hace desaparecer. Si tal voz tiene cierto eco internacional, como ha ocurrido recientemente con la tenista Peng Shuai, se la "reeduca" para que no se vuelva a salir del guión. Si ello es imposible, el sujeto se desvanece. Así ha ocurrido a menudo no solo con individuos disidentes aislados, si no con pueblos enteros como los uigures, con sectas como Falun Gong o con el último resquicio de libertad en Asia representado por Hong Kong.
China dice sin decirlo que todo ello redunda en beneficio del pueblo, por supuesto. Cuando ocurren acontecimientos inesperados, como el brote de coronavirus de Wuhan, lo que falla es que se escape la información, no el control de la enfermedad en sí. Si los mecanismos de control hubieran sido perfectos habrían muerto de millones de chinos sin que nadie del resto del Planeta se hubiera enterado. Esto ha sido una lección que los dirigentes chinos ya han aprendido con toda seguridad. A la próxima será difícil, si no imposible, que se filtre nada.
En Occidente también vivimos en una sociedad orwelliana. Igual de macabra que la China pero con la apariencia de una democracia, lo que es todavía más siniestro. Estamos igual de vigilados - para lo bueno y para lo malo - pero la represión política no se ejerce de forma directa si no que se canaliza a través de la presión social. Los medios de comunicación que difunden mensajes afines al gobierno de turno reciben el soporte económico del mismo a través de subvenciones o albergando campañas institucionales (que son, en cierto modo, otro tipo de subvención). Cuando alguien se sale del guión es muy fácil azuzar a la masa a través de las redes sociales para que la persona, grupo o partido político quede abochornado por no seguir el mantra que todos repiten sin saber muy bien qué significa.
En España no somos ajenos, ni mucho menos, a este tipo de manipulación. De hecho somos bastante paradigmáticos al respecto. La izquierda ha conseguido asociar a la derecha los sambenitos de maltratadores, anti vacunas y negacionistas del cambio climático mientras son cargos de la izquierda los que han sido enjuiciados por maltrato, se vacunaron en primera instancia por delante de los ancianos de su localidad o viajan en jet privado a actos donde se aboga por las energías renovables.
La pandemia de coronavirus ha constituido el toque de gracia a la poca libertad que nos quedaba. En España miles de personas fueron multadas por saltarse un confinamiento que luego fue declarado inconstitucional. Los medios de comunicación los señalaban como causantes de la extensión de la epidemia mientras los sanitarios carecían de mascarillas o trajes de protección y las residencias de ancianos se convertían en lugares aislados donde las personas morían, sin derecho a la tan cacareada sanidad universal, ante la total ineficacia de las autoridades.
En paralelo apareció la idea del "supercontagiador", un individuo portador del virus que contagiaba a una cantidad ingente de personas. Se llegó a decir que uno de estos tipos, en concreto en Italia, había propagado la enfermedad entre decenas de participantes de una carrera de fondo celebrada al aire libre. Era más fácil decir algo así, que no ocurre ni con el virus del sarampión, el más contagioso que se conoce, que admitir que el virus corría libremente desde hacía tiempo al no haber establecido controles en los aeropuertos. También se tardó muchísimo en admitir que el virus se propagaba por el aire.
Cuando fueron apareciendo "olas", se echó la culpa a los jóvenes que se iban de botellón y fiesta. Nadie decía que la relajación en el uso de las mascarillas y la flexibilización en los viajes, que tan bien iban para la economía, podía estar detrás del incremento de los contagios. Era más fácil criminalizar a una parte de la sociedad que sufre un paro galopante y que trabaja en lo que puede, mal remunerados, y se mata a estudiar aún a sabiendas que el futuro lo tienen negro.
Cuando las cifras del COVID fueron a mejor dejaron de mostrarse las hordas de jóvenes celebrando fiesta por la calle, que siguieron produciéndose, PORQUE ELLO DESVIRTUABA EL RELATO OFICIALISTA. Si seguían de fiesta, ¿por qué no subía el índice de contagio?
Como a todo valle le sigue una montaña, de la cuesta que ahora subimos se ha decidido culpabilizar a los negacionistas de las vacunas, un colectivo que siempre ha existido y cuya posición no es defendible desde un punto de vista científico pero que, como democracia, debemos respetar. Negarles asistencia médica u obligarles a vacunarse no son de recibo a menos que nos queramos equiparar a otros países donde las voluntades contrarias se las hace desaparecer. Que algún político se haya expresado a favor de forzar a parte de la sociedad a vacunarse contra su voluntad es sintomático del colapso intelectual de nuestros dirigentes.
Viene todo lo anterior respecto a lo ocurrido con Omicrón, una variante del virus que ha venido muy bien a muchas "democracias" occidentales para justificar una acción de cierre de fronteras que tapara el incremento de contagios dentro sus propios territorios.
Los virus mutan a diario y lo hacen mejor allí donde no se le ponen impedimentos. Sin vacunas y con una red asistencial deficiente el mejor lugar que tienen los virus para sobrevivir son los países del Tercer Mundo. Curiosamente, espero no sorprender a nadie, países que prácticamente no han tenido acceso a las vacunas porque son caras y porque nos las hemos hecho exclusivas.
Mientras las naciones desarrolladas y prósperas acababan de vacunar a toda su población - y había que ver cómo se hinchaban de orgullo los políticos que decían haber conseguido tal hazaña - en el Tercer Mundo el virus se convertía en endémico, no para tales lugares, si no para Europa y Norteamérica. "Gracias" a la acaparación han conseguido que ahora el coronavirus nos llegue cada invierno, con un formato diferente, y que tarde o temprano todos nos inmunicemos no por efecto de las vacunas, si no porque en realidad hayamos pasado la enfermedad con mayor o menor gravedad. Ese es el mejor legado que dejaremos a futuras generaciones. Mucho mejor que el Cambio Climático, dónde va a parar.
El caso de Omicrón es curioso porque, sin evidencia científica, se le ha considerado de máxima peligrosidad cuando todo apunta a que la mutación que presenta se resuelve igual que las otras variantes conocidas (o muy bien, o muy mal, pero como todas). A alguien le vino bien apuntar a Omicron cuando la situación en Europa y Estados Unidos estaba desatada desde hacía semanas y porque a fin de cuentas, estigmatizar a Sudáfrica es fácil (a China no tanto, que la mayoría de los bienes llegan de allí). Hubo hasta un momento en que se deja ir la noticia, casi escogido con esmero, para que coincida con la apertura de la Bolsa el viernes y deje los valores bursátiles por los suelos cuando de haberlo hecho en fin de semana habría dado tiempo a que algún científico valorara lo ocurrido y calmara el histerismo.
Todo es tan curioso en esto del coronavirus...
Ahora que ya sabemos que la culpa la tuvieron los supercontagiados, los jóvenes de botellón, los antivacunas y Omicrón, cabe preguntarse a quién echarán la culpa en 2056 cuando la enésima variante aparezca. Tal vez, por entonces - lo digo sin esperanza - sepamos quién se ha forrado con todo este asunto, por qué se ha hecho tan poco caso a la comunidad científica, por qué se ha señalado a aquellos que disentían sin salirse ni un milímetro de la lógica científica - véase el caso del Doctor Carballo - y qué nos has fallado como sociedad para ser incapaces de darnos cuenta de la realidad de las cosas.
Para entonces seguramente la política del miedo - a los franquistas, a la ultraderecha, al cambio climático, a ser considerado negacionista de la doctrina que todos admiten como verdadera - ya ni siquiera nos haga preguntar el por qué de las cosas.